Me despierto con un fuerte dolor de cabeza. Me he dado un buen golpe. Creo que me desmallé saliendo del metro. Al menos recuerdo sentir un mareo repentino antes de caerme en las escaleras mecánicas. Por suerte alguien debe haberme traído al hospital. Solo llevo puesta una bata, me han quitado hasta los calcetines. Mi frente, donde me he golpeado, huele a alcohol, y tiene una pequeña línea de costra de un par de centímetros sobre mi ceja izquierda. La noto al tacto. La luz que entra por la ventana cerrada es apenas una línea horizontal en medio de la oscuridad, demasiado tenue para que pueda ver la habitación. Estoy sobre un colchón viejo de muelles que ha perdido la espuma que los cubría y mi espalda se queja de dolor. Tanteo en busca de una lámpara en la mesilla. A mi izquierda solo encuentro una pared de azulejos fríos. A mi derecha no doy con nada. Ninguna mesa ni superficie. En la pared tampoco encuentro ningún tipo de interruptor. Solo más de esos azulejos, alguno de ellos quebrado. Me incorporo hasta dejar las piernas caer por el borde de la cama. Noto el suelo en la planta de los pies y un escalofrío me recorre el cuerpo. ¿No hace demasiado frío para ser la habitación de un hospital?
Tiro de la sábana y me cubro con ella como una capa. Termino de levantarme y sigo a ciegas hacia delante, siguiendo la pared que no dejo de tocar con la mano. Pocos pasos después tropiezo con un somier metálico que se arrastra unos centímetros chirriando. Cojo aire de golpe, el sonido ha erizado mi piel y me ha producido un calambre helado en la columna vertebral. Me llevo la mano a la rodilla. Me he dado un buen golpe y ahora, además del dolor, noto un cosquilleo por toda mi pierna. Me callo una maldición. Noto la garganta demasiado seca para que me apetezca hablar. Doy un par de golpes fuertes en la pared con la esperanza de que alguien me oiga. Trago un poco de ese aire, tan fío que parece húmedo. Intento estimular mis glándulas salivares mientras doy un par de golpes más en la pared.
–¿HOLA? –carraspeo al aire, empezando a notar incómoda la soledad.
Una segunda línea amarillenta horizontal aparece en el suelo, reflejándose en las baldosas negras y blancas. Hay luz bajo una puerta. Sonrío con alivio y doy algunos pasos hacia allí. Una llave gira. ¿Es que la puerta estaba cerrada? Se abre. Tengo que cerrar los ojos demasiado acostumbrados a la oscuridad. Los abro apenas unos milímetros y distingo la silueta recortada de un hombre. Siento un gran alivio, la soledad me estaba empezando a asfixiar. Quiero hablar con él, pero de repente comienza a caminar a zancadas hacia mí e, instintivamente, recorro la misma distancia de espaldas, alejándome de él, hasta chocar contra la pared.
–¡Víctor! ¡Para! –exclama una voz grave desde el pasillo.
El hombre ha quedado a escasa distancia de mí, tapándome casi por completo la visión de la entrada y de la persona que está hablando. Parece como si un aura clara rodeara a una sombra. Se aparta hacia un lado y veo a un segundo hombre caminando despacio hacia nosotros.
–¿Cómo te encuentras? –pregunta.
–¿Dónde estoy? –respondo yo.
–¿No recuerdas dónde estás? –Niego–. ¿Recuerdas qué haces aquí?
–Recuerdo haberme desmayado.
El hombre, al que ahora distingo un poco mejor, sonríe. Va vestido con ropa formal y lleva una bata blanca, mientras que Víctor, en silencio a nuestro lado, lleva el pijama de un enfermero de hospital.
–Víctor, haz los preparativos –le dice antes de acercarse a mí–. En tu situación es normal la confusión, pero nosotros vamos a ayudarte a recordar.
–¿Recordar? ¿Recordar el qué?
Víctor sale de la habitación sin dejar de observarme como un perro mira el filete que hay sobre la mesa en presencia de su amo. Me alegro de que se vaya. Desearía que no volviera. El hombre no responde a mi pregunta. Aún no sé quién es. No se ha presentado.
–¿Qué hospital es este? ¿Sabe mi familia que estoy aquí? –insisto, comenzando a estar impaciente por marcharme.
–¿Familia? –pregunta con curiosidad–. ¡Qué divertida es la mente! Se adapta para protegernos. Rellena los huecos que nos faltan en la memoria para no dejarse llevar por la locura.
–Solo me he desmayado. Mi mente está bien. En cuanto sepa dónde estoy y recupere mi ropa volveré a casa.
–Pero sí sabes dónde estás. Ya has estado aquí antes ¿recuerdas? –Niego, incapaz de creerle.
Regresa Víctor acercando hasta mí una silla de ruedas anticuada.
–Ven –insiste el doctor–. Te haremos recordar.
Me invita con un gesto a sentarme en la silla. Dudo y Víctor se pone a mi lado, amenazante, cortándome la salida. Obedezco con inseguridad y me siento. El doctor comienza a caminar hacia la salida abrochándose los botones de la bata. Víctor coge mi brazo y lo ata a la altura de la muñeca a la silla con un cinturón. Intento impedírselo, pero agarra mi otro brazo con una fuerza a la que no puedo enfrentarme. Me hace daño. Siento que podría romperme los huesos sin esfuerzo. Sonríe enseñando dos filas de blancos dientes y ata mi otro brazo a la silla, apretando tanto el cinturón que siento que la circulación no termina de llegar a mis dedos.
–Vamos, Víctor –lo llama el doctor desde la puerta.
–¡No! ¡Soltadme!
Me revuelvo en la silla de ruedas que cruje con mis sacudidas. Intento levantarme, pese a tener las manos atadas, pero Víctor me obliga a sentar de nuevo, poniendo una sola mano en mi hombro. Tan fuerte que alguno de mis huesos llega a crujir. Suelto una patada sabiendo de antemano que no servirá, que no voy a lograr escapar. Él se pone a mi espalda y gira la silla hacia el pasillo, donde nos espera el doctor mirándome como se mira a un niño durante una pataleta. Víctor empuja la silla y empieza a llevarme hacia la luz.
Marta González Peláez
https://martagonzalezpelaez.wordpress.com
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